Cuando se habla sobre lo que diferencia al ser humano de los otros seres sensibles del planeta, se menciona mucho la capacidad de sentir, en concreto, las emociones y el poder reaccionar con una amplia gama de sentimientos hacia diversas situaciones: la risa, la furia, la ira, la alegría, la tristeza, la rabia, el enfado, la impasibilidad y muchas otras que sería largo mencionar. Sin embargo, cuando dejamos que estas manifestaciones se apropien de nuestra voluntad y nos creemos aquello de «estoy enfadado», «estoy triste» o «estoy alegre», dejamos de ver la verdadera naturaleza de las emociones: su fugacidad y alta volatilidad, asociándolas además con todo nuestro ser.
La mente es la que produce y genera todo tipo de información que asociamos automáticamente con la totalidad de nuestro ser. Con un simple ejercicio, el de «disociar» lo que «piensa» la mente y nuestra verdadera naturaleza, nos podemos separar de los efectos negativos de una emoción agresiva que se apropia de nosotros. Cómo se hace? Simplemente al experimentar cualquier emoción, nos decimos «mi mente piensa que estoy enfadado», con lo que quitaremos hierro a cualquier situación que haya creado nuestra mente y que atente contra nuestro propio equilibrio.
Para las emociones positivas, podemos escoger donde y cómo queremos experimentarlas, y no simplemente dejarnos llevar ciegamente por la euforia de un momento dado. Esta capacidad de decidir es lo que constituye la verdadera libertad del individuo: el no ser esclavo de ningún tipo de emoción, por intensa o recurrente que sea.
Y para terminar, una asociación que puede ser útil a la hora de valorar los pensamientos en su justa medida: «Las emociones son como los fuegos artificiales: cuando llegan y ocurren, hay mucho ruido, luces y colores. Pero un segundo después, se desvanecen en la oscuridad y no queda absolutamente nada».